RELATOS ( Adiós, Sultán,...)


En 2001, este Adiós, Sultán, me dio la satisfacción de verlo seleccionado entre más de dos mil relatos para su publicación en GALERÍA DE HIPERBREVES (Editorial Tusquets). Desde entonces, me lo he ido encontrado, a veces por casualidad, en distintas páginas web y en artículos relacionados con las  narraciones breves. Ahora es un placer dejarlo aquí para aquellos que pasen, aunque sea de puntillas, por estas páginas.
  
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                         ADIÓS, SULTÁN      


      Creo que era el último domingo del mes; el final de un invierno lento y lluvioso que yo había saboreado, como un caramelo inagotable, desde la ventana de mi habitación, tras esta fortaleza infranqueable de silencios. Cuando le dijeron a mamá que el niño sufría una lesión en el cerebro que le aislaría del mundo, rompió a llorar. Todos estos años, mi ausencia ha sido su llanto. Mamá necesitaba las respuestas que yo no sabía darle. Tal vez por eso papá le compró aquel cachorro al que llamaron Sultán. Sultán ladraba, movía el rabo, era juguetón. Mi madre le lanzaba besitos desde la palma de la mano y reía con él. Yo odiaba a Sultán; y él a mí, creo. A veces me mordía, por eso yo le daba patadas entre las patas traseras cuando estábamos solos; por eso, en su nombre, comencé a mearme en las alfombras y en las patas de los muebles; por eso, el día en que le oí decir a mamá, muy enfadada: “Se ha vuelto a mear, Carlos. Tenemos que deshacernos de ese animal”, esbocé una sonrisa.

    Aquel domingo desayunamos churros y chocolate antes de salir al campo. Fuimos muy lejos. Cuando papá detuvo el coche junto al pinar, dijo: “Todos abajo. A estirar las piernas”, pero mamá se quedó dentro, mirándonos. Recuerdo que me acerqué a los pinos, persiguiendo mi sombra hasta verla confundida con la de los árboles; y que, al volverme, la oí gritar: “Vamos, Sultán, sube”. Recuerdo también cómo se alejaron los tres sin despedirse.

                                                                                                                                    
                                                 
                        

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Relato seleccionado en el Certamen de relatos IAD 2012 de la Junta de Andalucía

                                    
                                     EL PRÓXIMO PARTIDO

El invierno me había parecido toda una vida; largo, tedioso, a ratos insoportable. Primero la lesión, de la manera más tonta, tratando de golpear con el alma aquel balón  delante del portero en el penúltimo partido de la temporada, justo antes del ascenso; luego las pruebas médicas, la operación y el lento periplo de la recuperación. “Si todo va bien, en cuatro meses podrás volver a tocar el balón”, había pronosticado el cirujano que me operó. Desde el primer momento la inactividad me inmovilizó también anímicamente y, lo peor de todo, desordenó a los míos: a Esther, que de repente se vio obligada a cuidar del niño, de mí y del bienestar del hijo que esperábamos; a mi madre, que lloraba por mí a diario sin que yo lo supiera. Pero sobre todo a él, a mi padre. Mi dolor ha sido el suyo, aunque callara siempre, tratando de no evidenciarlo delante de mí. Tras la lesión, vi con frustración cómo el brillo de sus ojos fue, poco a poco, difuminándose. Él ha sido mi sombra desde que empecé a patear un balón con cierta habilidad, el que me acompañaba a cada entrenamiento y a cada partido. Era mi aliento cuando las cosas no salían bien y tenía que  resignarme a ver cómo las ganas de jugar se quedaban sentadas en el banquillo; la mano que me ayudaba a levantarme con sus palabras y me enseñaba a crecer, sobre todo por dentro. “ Si el camino no tuviera obstáculos, nunca llegaríamos a saber lo que se aprende siendo capaces de salvarlos,—solía decirme—. Lo importante es no rendirse nunca. Siempre hay un próximo partido. Esfuérzate y da lo mejor de ti; con eso ya habrás ganado”. Ahora lo sé. Ahora sé que su sacrificio ha sido infinitamente más grande que el mío, pero eso es algo que un niño siempre comprende demasiado tarde.
No fue otra cosa que el miedo a ver mi sueño roto lo que lo que lo paralizó. Lo vislumbró en mi cara durante aquellas primeras semanas eternas y no consiguió esquivarlo, como siempre hacía. De niño él era quien me salvaba de todos los peligros, como los héroes de los cómic, pero en esta ocasión la realidad  nos había noqueado a ambos. Sin apenas fuerzas, de repente me vi obligado a recordar sus propias palabras, ese bálsamo que lo curaba todo,  para regalárselas e intentar rescatarlo cuanto antes de aquel pequeño naufragio. “ Vamos a dejar el miedo en los bolsillos, papá, ¿te acuerdas? El miedo siempre nos ata y nos impide actuar con libertad”.
En todo este tiempo el cuerpo ha tenido que rendirse al reposo obligado, pero la cabeza no ha descansado ni un solo segundo. Como mi madre, me he visto llorando a solas demasiadas veces. A pesar de no dejar de pelear en ningún momento, a ratos los pensamientos se han hecho frustración y oscuridad, y las peores imágenes que uno puede imaginar en estas circunstancias han ido pasando frente a mí, como lentos fotogramas de una película muy parecida a la peor de las pesadillas. He tenido demasiado tiempo para pensar y eso ha hecho que acabara barriéndome el peso de la obsesión por no perder todo aquello que he conseguido. En ocasiones me ha arañado, inevitablemente, la idea de un retiro prematuro, con veintisiete años y el viento a favor, y he llegado a sentir la urgencia de acabar las tres asignaturas pendientes de la carrera y la necesidad de imaginar otros caminos y otros partidos en mi vida. Muchas noches, he soñado con el parqué del pabellón, con el equipo, con la gente entregada alrededor, y cada una de esas noche he jugado el encuentro que nos aseguraba matemáticamente el play-off en División de Honor, o el que nos daba el liderato de la categoría.
Hoy, después de cinco largos meses, grito por dentro de felicidad al saber que, por fin, ese partido ha llegado, y aunque sé que estoy físicamente aquí, calentando con normalidad  con los compañeros, aún tengo la impresión de estar metido en las entrañas de un sueño. En las gradas, la afición es ese dulce murmullo que crece, como mis nervios casi infantiles, a medida que pasan los minutos y se acerca la hora del comienzo. Entre ellos, busco la sonrisa cómplice de mi padre, sentado entre mamá y mi hijo Carlos; a Esther y al pequeño Alberto, recién llegado, que ya respira mi ilusión, dormido entre la algarabía de la vida. 


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 Relato finalista del Premio de Relatos de Torrecampo ( Córdoba) 2010



                                                        E S T I G M A S



            Pocos días antes de la llegada del nuevo cura, mamá y yo estuvimos una mañana entera limpiando aquella casa, despojándola pacientemente de un sutil barniz de polvo que comenzaba a asfixiar los escasos muebles, las colchas de ganchillo, el crucifijo, suspendido sobre la cabecera de la cama, las lámparas, todo. Nadie había vuelto a entrar allí desde el entierro de don Heliodoro, que en paz descanse, casi tres meses antes. Al contemplar aquel  calendario en  el que el viejo cura iba tachando cada uno de los días con la saña irreverente del que ya alcanza a ver la silueta de la muerte, me pareció un reloj detenido en una fecha ingrata. Desde aquel día, sólo las hormigas habían acudido, con la decisión de las multitudes,  a profanar el silencio de la casa, recorriendo a sus anchas el suelo de la cocina y el hule de la mesa camilla; tratando de saciar,  en avalancha, un hambre múltiple con las migajas de la última cena del difunto. Aquella casa conservaba ese olor gastado del abandono y rezumaba la soledad inmensa de la espera.  Durante el tiempo que tardó en producirse el relevo, fue doña Herminia, la última maestra del pueblo, avalada únicamente por su rectitud ejemplar, por su soltería, ya irreparable,  y por  el halo incuestionable de su castidad, la que ofició, animada por el alcalde, y  con el obligado consentimiento del obispado, unas  misas de andar por casa, que consiguieron medio llenar la iglesia ( medio vaciar, si nos atenemos a la realidad ) con su peculiar timbre de voz y aquellos sermones redundantes sobre la figura inmaculada de la Virgen del Yugo, nuestra patrona. 

Don Pedro, el nuevo cura,  llegó a la estación de Rables una espesa tarde de mayo, inundada de nubes azuladas a punto de desatar su cólera primaveral de lluvia. Toda la semana había estado lloviendo sin tregua, con la insistencia desmedida que se le presupone a los peores momentos del diluvio, pero aquel día no llegó a caer una sola gota. Era martes. Mamá y yo lo vimos bajar del tren de las seis y veinte desde la oficina de Aníbal, el jefe de estación, mientras barríamos el suelo y limpiábamos los recovecos de aquella maquinaria infestada de mandos, luces e interruptores. Fue el único viajero que descendió del tren aquella tarde. Antes de bajar  miró durante algunos segundos al cielo, hermoso y trágico al mismo tiempo, y resopló. Una exigua  maleta y un paraguas eran todo el equipaje que lo acompañaba. En el andén desierto, su figura sin sombra me pareció la de un viajero que viéndose perdido en el tiempo comienza a caminar sin rumbo hacia cualquier parte. Pocos días después, llegó a la puerta de la casa una furgoneta blanca  que traía el resto de sus pertenencias: dos grandes maletas, algunas bolsas  y un buen número de cajas de todos los tamaños que fueron a parar a una de las habitaciones vacías de la casa. Con el tiempo descubrí que aquellas cajas guardaban decenas de libros para los que no había suficientes estantes, lo que los condenó a permanecer apilados  en sus sarcófagos de cartón aquellos siete meses que iba a durar su estancia en aquel lugar.       

Don Pedro no tenía aspecto de cura, pero su indumentaria, a pesar de no vestir sotana, lo delataba: la camisa gris, el traje oscuro, el alzacuello. Su rostro dibujaba una juventud que superaba por poco la treintena. Era rubio y alto, y tenía un lunar muy marcado en la mejilla izquierda y un hoyuelo en la barbilla. Al hablar con él y al contemplarlo oficiando la misa tras el altar, la mirada acababa posándose inevitablemente en aquella hendidura sugerente y cautivadora. Acostumbrados a la rutinaria lentitud de don Heliodoro, que hacía de las misas un pequeño castigo que duraba toda una eternidad, aquellas celebraciones del recién llegado, de poco más de media hora, al principio contrariaron a los más devotos, que entendían el sacrificio de la fe como una cuestión de tiempo. Otros, en cambio, volvieron al rebaño, después de mucho tiempo sin aparecer por la iglesia, atraídos por  las habladurías de los que ya habían disfrutado del verbo fácil y casi siempre didáctico del recién llegado, la brevedad de las ceremonias y anécdotas tan poco respetuosas  con la liturgia como la ocurrida  sólo dos días después de su llegada, tras el sermón del domingo, cuando decidió interrumpir de golpe el solemne ritual de la misa para barrer con la mirada  y en silencio a los presentes, antes alzar de nuevo la voz  bajo la cúpula que cubría el altar y dejar una interrogante en el aire.
—Permitidme que,  antes de adentrarnos en la celebración de la eucaristía, comente algo  que me intriga y que me parece, cuando menos, sorprendente.  Desde que  he  llegado aquí —dijo— no he visto un solo niño ni dentro ni fuera de la iglesia, y me resulta raro. Si alguno de vosotros me lo quiere explicar en este momento se lo agradecería. Necesito un par de monaguillos  con urgencia.
La perplejidad de los presentes fue un grito mudo en aquel instante. Únicamente Tirso, el alcalde, se atrevió a romper aquel silencio extraño. Se levantó, con la ridícula solemnidad que le confería el cargo, y resopló antes de escupir una respuesta mínima: la que estaba en la mente de todos, la que cualquiera hubiera dado, llegado el caso.
— Es…, es una maldición, don Pedro. Una maldición —recalcó—.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire como un eco imperecedero que aún flota en las conversaciones recurrentes de la cantina a la hora de la partida y el café. Fui yo, poco tiempo después, la encargada de contarle los detalles de aquel misterio, asumido por todos como una verdad de fe.  Mamá había enfermado y durante casi tres meses estuve haciendo sola el trabajo que habitualmente compartíamos. En vida de don Heliodoro sólo limpiábamos los lunes por la mañana, pero a don Pedro le pareció poco y, nada más llegar, le exigió al alcalde al menos dos días de limpieza por semana, tanto en la iglesia como en la casa, y alguien que le hiciera la comida a Don Heliodoro solía decir que aquel que acaba por acostumbrarse a vivir en soledad, se acostumbra también a compartir con ella silencios y miserias, pero esa no debía de ser la idea que don Pedro tenía de la soledad. Para mamá aquello supuso un premio que le permitiría sumar algunos duros más a final de mes y, sobre todo, mostrar sus dotes de cocinera. Los lunes y los jueves, tras la misa de las nueve, aireábamos cada una de las habitaciones, limpiábamos a fondo la casa y  lavábamos  y  planchábamos su  escasa  ropa, mientras él leía, aprovechando la luz inmensa que entraba por los cristales de la galería, o escribía versos que nunca llegué a entender  en aquel cuaderno de pastas azules en el que curioseé más de una vez. A veces mamá le daba conversación, obligándolo a salir de una espiral de silencio para compartir  aquellos diálogos insustanciales que ella iniciaba;  pero yo, en su ausencia, me limitaba a hacer el trabajo de las dos  en silencio. A menudo, don Pedro deambulaba por la casa transportando libros de acá para allá, desplazándolos  ordenadamente de una habitación a otra. Una buena parte de ellos eran libros de historia, de arte, pesadas enciclopedias, atlas. En ocasiones, al cruzarse conmigo, me hablaba de los tesoros que albergaban sus páginas: de antiguas civilizaciones, de los egipcios y de sus dioses, de los griegos, o de los romanos; y me enseñaba  fotos  del Partenón, de las pirámides de Egipto o de la Gran Muralla china, y, poco a poco, entreveradamente, aquellas explicaciones  me iba conduciendo por el camino de sus palabras, obligándome a parar, absorta, con la escoba bailando entre las manos, y a perderme en mitad de aquellos paisajes fabulosos que incendiaban el territorio de la imaginación. Fueron los días y la confianza que otorga aquello que se repite y dulcifica determinados momentos de la vida,  los que desenmascararon mi timidez y me hicieron mirarlo con la  perspectiva del que acaba por conocer a fondo los recovecos de su rutina, llevándome a confiarle los detalles de aquella historia que  únicamente mamá se empeñaba en ver como una bendición venida del cielo.
En Rables nadie cuestionaba que aquella maldición de la que habló el alcalde había comenzado tras la muerte de Marilla, la bruja, a la que nosotros, los últimos niños que había visto el pueblo, estuvimos castigado durante años, ciegos de osadía y de inconsciencia, con los peores insultos y las chiquillerías más crueles. Marilla siempre nos amenazaba blandiendo un viejo paraguas que lo mismo le servía para la lluvia que para evitar el sol del verano o amortiguar, una vez cerrado, su leve cojera; y nos escupía siempre la misma letanía, provocando con sus gritos  que aquella recua de gatos que la acompañaba saliera de su letargo y comenzaran a maullar, sobresaltados, bajo el sol de la tarde.
   — Putos mal nacidos —nos decía—. ¡Ojalá se os queden los ojos y el corazón de piedra!
A veces nos limitábamos a espiarla desde la leñera de la panadería, agazapados y mudos, esperando siempre ver con nuestros propios ojos alguno de aquellos sortilegios que se le presuponían y que nunca llegaron. Bastaba verla acariciar el lomo de aquel gato negro y rabón, al que le susurraba extraños piropos a media voz, para darse cuenta de que lo único que tenía de bruja era su aspecto, su ateismo confeso y la oscura fachada de su carácter. Pero podían más las habladurías y  la leyenda que la perseguía desde muy joven que las evidencias.  Siempre vestía de negro, se lavaba poco o nada y hablaba  continuamente a solas, como si mantuviera un diálogo perpetuo  consigo  misma. Había quien  aseguraba que aquella manada de gatos no era más que la reencarnación de sus ancestros, y que ella misma se convertía en gato a media noche. Más de una vez le oí decir a mamá que se había quedado coja hacía casi veinte años, después de que Juan Mora, el herrero, apaleara a aquel gato gris al que sorprendió en la cuadra secándole  las ubres a las vacas. Se decía que Marilla había aparecido al día siguiente con la cara y el cuerpo llenos de magulladuras y cojeando. A mamá la tranquilizaba la idea de creer a pies juntillas en aquella supuesta maldición, al menos mientras Esteban y yo fuéramos sólo novios, ya que, de ser cierta, me mantendría a salvo de otra  condena familiar que hacía de mí la tercera generación de hija de madre soltera.

           Al oírme narrar los pasajes de aquella historia, don Pedro sonreía y, al hacerlo, el lunar de su mejilla parecía desplazarse, como un pequeño insecto, sobre la superficie de su cara.
—Y no me digas que tú también te crees esas fantasías —me preguntaba, aunque su curiosidad no era más que un reproche—.  Mira Julia, las brujas sólo existen en los cuentos: las malas y las buenas. Probablemente esa pobre mujer hubiera deseado arrojaros a un pozo o convertiros en estatuas cada vez que la acosabais, pero de eso a otorgarle poderes sobrenaturales va un abismo. Esta extraña circunstancia no es más que un cúmulo de casualidades, créeme.
A pesar de negar el trasfondo de la historia, sé que don Pedro le dio vueltas a aquel asunto durante algún tiempo. A veces  me interrogaba sutilmente sobre algunos detalles que para mí eran intrascendentes, y llegó a hacer recuento de las mujeres del pueblo que por edad aún tenían posibilidades de engendrar: las casadas, las solteras y las dos viudas que aún estaban en plenitud física. Pero pareció olvidarlo por completo tras la repentina llegada de aquellos tres arqueólogos de Madrid, dos españoles y un francés, que aparecieron, de buenas a primeras, a finales de junio,  con sus cámaras de fotos colgadas del cuello, sus rostros curtidos, sus aperos de trabajo y sus manos de rudos exhumadores del pasado, dispuestos a escudriñar los alrededores de Rables en busca de evidencias de un asentamiento primitivo en el lugar. A falta de hoteles se instalaron en casa de doña Herminia, que acabó acogiéndolos a pensión completa, presionada por su primo, el alcalde, siempre dispuesto a perder la voz donde hiciera falta, augurando los beneficios que aquello acarrearía para el pueblo. Don Pedro, por su parte, debió de ver en su presencia la respuesta del altísimo a sus propias inquietudes personales, y a los pocos días de su llegada comenzó a perdonar  los ratos de lectura y los paseos por la orilla del río, para curiosear, cuando sus obligaciones se lo permitían, tras los pasos de aquellos tres buscadores de ruinas, llegando a ofrecerles colaboración desinteresada y la única habitación que quedaba libre en la casa para almacenar los pequeños hallazgos que fueran apareciendo.

Durante la  primera semana se limitaron a examinar a conciencia cada de las paredes de la iglesia y las casas del pueblo, fotografiando detalles que para nosotros, que los habíamos visto desde siempre, pasaban desapercibidos. Según Esteban, una mañana estuvieron plantados delante de una de las piedras de la casa del cartero más de tres cuartos de hora.
Parecían tres locos rezándole a una pared —me dijo.
Un día, don Pedro me explicó que aquellas piedras, utilizadas para  adornar la fachada de algunas de las casas y de la propia iglesia, no eran otra cosa que estelas funerarias romanas, cuya función original era la misma que para los cristianos las cruces de los cementerios.
Días después  se dedicaron a  recorrer  de parte a parte aquel pedregal  cercano a la estación de ferrocarril al que llamábamos Cuevamoura. Los martes, mientras limpiaba las dependencias de la estación, Aníbal y yo seguíamos los movimientos de sus siluetas en la lejanía, removiendo piedras y  escarbando aquí y allá. Aníbal, que se sentía importante por el simple hecho de poder controlar el paso de los trenes con aquel sinfín de cachivaches de su oficina, no entendía nada, y  solía repetirme que había que estar muy necesitado para dedicarse a buscar piedras debajo de las piedras.
— Ni que fueran a encontrar algún tesoro —añadía.
Con el paso de los días, don Pedro acabó siendo, a pie de obra, el cronista  de aquella búsqueda, meticulosa e incesante, como un simple obrero de Dios en misión de reconocimiento. Pero  aquella entrega desmedida por una causa que, en principio, no era la suya, levantó pronto ampollas entre los parroquianos más extremistas, que comprobaron con indignación cómo  las misas  fueron mermando a medida que avanzaban las excavaciones, y no dudaron en elevar sus quejas ante la autoridad del pueblo. En aquella ocasión, el alcalde se las apaño como pudo para frenar el ímpetu cristiano de los denunciantes, que apenas llegaban a  cuatro o cinco, encabezados por Domingo Paredes, al que apodábamos el duque, y su mujer, herederos de no sé que fortuna ultramarina y creyentes de pro.

Todas las menudencias que iban apareciendo cada día fueron ocupando, hasta terminar por taparlo, el suelo de aquella habitación que ya ni me molestaba en limpiar y que, de golpe, cambió ese tufillo desinfectante del incienso, por otro olor aún mas rancio que no sabría describir. En ocasiones, mientras yo hacía las veces de mamá en la cocina, procurando, con más intención que suerte, que aquellas recetas aprendidas a trompicones cada víspera, tuvieran el sabor que de ellas se esperaba, don Pedro se sentaba en una de las sillas y entretenía el hambre con algunas ostias sin consagrar que guardaba en el armario. Me seguía con la mirada y me contaba los hallazgos del día, instruyéndome sobre el valor artístico de aquellos restos, y cómo, por las noches, los arqueólogos, entre tragos de moscatel,  que él mismo les suministraba, y humo de tabaco, limpiaban a fondo cada una de las piezas encontradas, antes de fotografiarlas de nuevo y catalogarlas, una a una, meticulosamente, para, llegado el momento,  embalarlas con mimo en cajones de madera que partirían en  algún camión, rumbo a la capital. Por entonces yo había aprendido a sumergirme y a respirar en la  profundidad de sus palabras, y a alentarlas descaradamente con preguntas cuyas respuestas no tenía para mí mayor interés que el de oírlas en su boca. Aquel tiempo de escucha y de aprendizaje me parecía siempre mágico y fugaz, y me alejaba de la propia realidad. Por  eso en ocasiones, cuando Esteban venía a buscarme y hacía sonar el estridente claxon de  la moto, yo tenía la impresión  de salir, a la fuerza, de un sueño del que no quería despertar.

Casi tres meses después de su llegada, cuando el tiempo dejó de ser un aliado fiable para los desenterramientos, los tres arqueólogos partieron, llevándose en pedazos los puzzles que la tierra había escondido durante siglos y, según las malas lenguas, también la caduca virginidad de doña Herminia, que de un tiempo a esa parte alardeaba, con una sonrisa perenne el la cara, de la ampliación de sus conocimientos sobre arte antiguo y de sus progresos con la lengua francesa, gracias a Pierre, el inquilino galo. Su marcha dejó a don Pedro aparentemente huérfano de búsquedas y a la deriva durante algún tiempo, en el que continuó escudriñando paredes y vagando a solas por Cuevamoura. Algunos días llegaba tarde a comer, y mamá, que había vuelto a hacerse cargo de las cazuelas y los condimentos, renegaba por lo bajo y se santiguaba después. Al cabo de un tiempo, descubrí que mantenía correspondencia con  los arqueólogos,  al menos con uno de ellos,  y aunque éste nunca dejó de responder a sus preguntas con relativa premura, él  se impacientaba sobremanera cuando la contestación a sus misivas se demoraba más de lo que había previsto. Aquellas cartas traían las respuestas que don Pedro buscaba desde el principio para intentar redimirnos de aquel maleficio del que, contrariamente a lo que yo creía, no había llegado a olvidarse.
Al principio nadie le dio mayor importancia a la zanja que el alguacil comenzó a abrir en mitad de la plaza, a escasos veinte metros de la puerta de la iglesia, cuatro días antes de la festividad de nuestra patrona.
            —Son cosas del cura —argumentaba, aleccionado por el alcalde,  cuando algún curioso le preguntaba.
            Para evitar dar las  explicaciones que no tenía, el alguacil concluyó el trabajo encomendado dos días después, de madrugada, con la ayuda de los dos hijos mayores. Después del amanecer de ese día, ninguno de los que pasaron  por allí dejó de pararse para contemplar, erguido y aislado,  aquel enorme mojón de granito de casi dos metros de altura  que el cura había mandado plantar, no sin antes confiarle al alcalde parte de sus planes y contar con su aprobación. Aquella piedra había estado siempre junto a una de las paredes del cementerio, donde había permanecido, ignorada y semienterrada, hasta que don Pedro la descubrió de casualidad  y  reparó en ella,  mientras limpiaba de espinos y malas hierbas las cercanías del camposanto. Según me contó, desde el primer momento supo, o intuyó, que aquella mole cilíndrica encerraba algo que no era posible apreciar a simple vista, algo intangible cercano a la magia o a la hechicería, algo que, de confirmarse sus sospechas, remediaría aquel pequeño desastre local que hacía de Rables un pueblo estéril en el sentido estricto de la palabra. Por eso, antes rescatarla de su olvido horizontal de siglos, solicitó el asesoramiento experto de los arqueólogos, que en su día no llegaron a ver  bajo aquella pared  otra cosa que no fueran  ortigas y maleza y que, tiempo después, ratificarían las sospechas del cura a través de una extensa  carta escrita a máquina que encontré, abierta y olvidada, sobre la mesa de la galería.
Los más audaces no tardaron en llegar a la conclusión de que aquella piedra cilíndrica  no era  otra cosa que un enorme miembro viril ( aunque utilizaban términos más contundentes y menos cursis) al que los arqueólogos denominaban falo en sus explicaciones ( “del griego phallos”, añadían), y cuyo origen exacto planteaba ciertas dudas a los historiadores. Las  teorías más válidas estaban construidas alrededor de un sinfín de creencias ancestrales que recorrían  los más intrincados laberintos de la fe desde la prehistoria, y acababan atribuyéndole la factura  de aquel monolito que exageraba la anatomía humana  a los romanos, colonizadores de estas tierras durante siglos, quienes debieron rendirle culto y adoración como símbolo de vida y fecundidad, amén de otros beneficios agropecuarios. 
            Don Pedro esperó hasta el día de la fiesta mayor, previendo que el aforo de la iglesia se completaría como ningún otro domingo, para descubrirnos los entresijos de su hallazgo y sus intenciones más inmediatas. La misa discurrió con la normalidad habitual hasta bien entrado el sermón, momento en el que comenzó a desviarse y a teorizar con palabras sencillas, para que todo el mundo pudiera entenderlas, sobre las cualidades extraordinarias que los pueblos antiguos le atribuían a aquella  roca enhiesta, y lo que pretendía de nosotros aquel día. A medida que hilvanaba sus conjeturas y sus propósitos, el asombro se fue adueñando del rostro boquiabierto de los feligreses, que no daban crédito a lo que oían. Hubo un instante en el que me pareció un iluminado haciendo alarde de su locura frente a la grandeza inabarcable de una noche sin luna.
            —Es más que un presentimiento; es una convicción. Si realmente es una maldición, trataremos de romperla con el arma poderosa de la esperanza;  y si no lo es, nada se pierde. Pero no debemos dejar de  soñar…— argumentaba. 
A los pocos minutos, despertaron los primeros murmullos y el gesto rutinario de la señal de la cruz sobre el pecho de algunos, que acabaron viendo al abogado del diablo detrás del altar.  Al final de la misa, después de la ridícula procesión que acompañaba cada año a la imagen de la Virgen alrededor de la iglesia, antes de devolverla a su pedestal umbrío en el interior del templo, nos vimos circundando aquel supuesto talismán de la fertilidad  como si acabáramos de verlo caer del cielo. Todas las voces cesaron de golpe cuando don Pedro se abrió paso entre la multitud, después de cerrar las puertas de la iglesia, y nos exhortó a seguir sus movimientos en fila de a uno. Algunos huyeron de aquel ritual pagano pregonando a voz en grito la herejía que nos proponía el representante de Dios en la Tierra,  pero la mayoría  lo seguimos, con la mansedumbre y la lealtad de una tribu que cree a ciegas en la magia o en la locura su hechicero, y se deja llevar. A la hilera se unieron incluso los  que a duras penas recordaban, por edad, el  acto que precedía a la procreación, animados, supongo, por el hecho de sentirse partícipes del milagro si éste llegaba a producirse. Don Pedro se acercó al falo sin prisa, casi con cautela, extendió el brazo derecho y comenzó  a girar alrededor de aquel ídolo pétreo, acariciando la hendidura que  circundaba su perímetro a dos cuartas del extremo superior, donde acababa curvándose como el sombrero de un hongo. Todos lo hicimos, hasta mamá, que fue rezando una salve durante el recorrido, aunque nunca llegó a decirme con qué intención.

Después de aquello, sus días en Rables estuvieron contados. El duque, su mujer y  algunos de sus prosélitos más aguerridos estallaron en cólera, anunciando a los cuatro vientos aquel sacrilegio diabólico. El suceso no tardó en llegar a oídos del obispo, que tomo de inmediato cartas en el asunto, antes de que se le fuera de las manos y se propagara más de lo necesario. “Este tipo de cuestiones llegan a Roma  como la pólvora, don Pedro, y yo no estoy dispuesto enfangarme por nada ni por nadie. Tampoco por usted.”, debió de argumentar el prelado  antes de tramitar con urgencia su traslado a la parroquia más alejada que encontró, fuera de la diócesis y de la región.
            Nadie, salvo el alcalde, Aníbal y  yo, fue a despedir a don Pedro aquella  mañana, tan parecida a ésta a pesar del tiempo transcurrido. Hoy, como entonces, mis lágrimas caen dentro del pecho, para que nadie pueda verlas, y cada uno de los  recuerdos se pierden en este andén en el que espero ese tren que nos permita huir de una vez por todas y nos lleve a su encuentro. Hace casi tres años que perdí a mamá, después de verla enfermar y consumirse  tras conocer la historia repetida de mi embarazo y recibir el duro golpe de ver nacer a mi pequeña María marcada por dos estigmas imborrables: un lunar muy marcado en la mejilla izquierda y ese precioso hoyuelo en su pequeña barbilla.


5 comentarios:

  1. Monte, por aqui paso de puntillas muchas veces........Va tomando una forma muy interesante tu blog. Claro, que no es para menos con la maravilla de obra que tienes. el arte se apodera de cada rincón de esta casa.
    Me encantó este texto la primera vez que lo leí y me ha vuelto a fascinar ahora.
    Un abrazo, amigo.
    Natty

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  2. Lo leí hace unos años,lo encontré por casualidad en un portal donde publicaba una amiga. Me pareció sorprendente de principio a fin (sobre todo al fin) .El desenlace es fantástico..una locura

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  3. me quedo sin palabras, si me encantó adiós Sultán...éste me deja perplejo, me encanta Jose, eres todo un artista ...ojalá pueda seguir leyendo lo que escribes, o al menos lo que quieras compartir con nosotros...Felicidades

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  4. ¡Enhorabuena Jose!,me ha encantado,tanto o más que Adiós Sultán.Los finales son de lo más sorprendentes.Un abrazo.

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